LA MEMORIA EN LAS ENTRAÑAS
Memoria histórica, dos palabras para una cultura. Precisamos de una historia honesta, detallada, científica, que se incorpore a la memoria colectiva. No son lo mismo. La historia es un ingrediente más en esta termomix de la cultura, dónde datos y sentimientos conforman una actitud social. Sin la primera, la segunda es carne de populismo y demagogia; sin la cultura, la reflexión, aquella queda limitada a unos datos asépticos.
Historia es saber que los plebeyos de Roma, cinco siglos antes de Cristo, se sublevaron y fueron a la huelga, desertando de la ciudad para concentrarse en el Monte Aventino. Cultura es pensar colectivamente que sí, que se puede, que alguna vez, los muchos pueden con los pocos; que siempre los pocos necesitarán de los muchos.
Pero la historia sirve también para recordar (etimología: volver a pasar por el corazón) los hilillos de plastilina del chapapote, e incorporarla a la desconfianza popular hacia quién las pronunció.
Y por descontado: las fosas comunes, los muros de los cementerios, y la Iglesia que lo bendecía, y el capital que lo financiaba. Y también, no olvidemos, el pueblo que, en plena miseria, aplaudía los palios. E intentemos razonar que no siempre la subyugación, la explotación, llevan a la revuelta.
Acordémonos, acerquemos al corazón los “que se jodan”, las risas obscenas sobre un Ferrari, y su hilo conductor que va desde el estraperlo a Bárcenas y sus sobres.
Todo ello es memoria histórica. Todo es necesario, imprescindible para la supervivencia de la especie de ciudadanos libres, para pensar el futuro conociendo el pasado y aplicándolo al presente. Memoria histórica es saber que fue posible un Frente Popular, y que los populares de entonces lo ahogaron en sangre; que no es una broma, que la lucha de ahora, y la de mañana, tiene sus raíces en la de ayer.
Gracias Baltasar, Luis, Almudena, Ángel, Iñaki, Mamen, Rubén, Marian, Federico… y así hasta más de 100.000 ciudadanos, por luchar por ello.
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