DOÑA DESIDERIA (Laberinto confinado 3)

DOÑA DESIDERIA

Siguiendo por mi rastreo aubiano. Ofrezco, aún en Campo cerrado, otra referencia a un personaje que utilicé en Campo de esperanza: Doña Desideria.

Nos dice Max (página 109 de la edición de Cuadernos del visor):

Rafael vivía en una fonda: “La Perla del Nuevo Mundo… Idos a dormir los transeúntes, formábase una tertulia en el comedor. Se reunían allí el dueño, conocido como “el Gordo”, aposentador sin trabajo por aquel entonces y garitero de más o menos; su mujer, Desideria, oriunda de Collbató, pueblo carcunda de las faldas del Montserrat…

Pues bien, cogí “en préstamo” dicho personaje, y también su hostal, para hacer que una de las protagonistas, Clara, viviera allí. Siguiendo el hilo, conocedora de Collbató, la joven recomienda a Max Aub los exteriores para rodar la emblemática secuencia XXXIX del descenso de los heridos y el muerto del avión siniestrado, por lo que es aún el camino de las cuevas del Salitre.

Estos son los fragmentos de referencia de Campo de esperanza, en la edición de Barataria.

“La chica está pasando a máquina la escena final, texto que Max le ha dado dos días después de haber aceptado ser el ayudante de André Malraux en el proyecto. Ha reparado que reza : 48. Le cortège, avec Linares au fond, assez près, a beaucoup grossi maintenant ; il constitue une ligne très longue, noire, sur un paysage clair, avec peu d’ombre.

De inmediato, le dice a su jefe, que la mira con la admiración que la belleza y el entusiasmo de las veinteañeras merecen a los que se acercan a la cuarentena:e

─Esto podría filmarse en Collbató, en el camino que sube a Montserrat. ¿Ha oído hablar de las Cuevas del Salitre? Es un camino sin sombras que asciende zigzagueando durante un largo trecho ─sus ojos brillantes, su boquita de natural descendiendo ligeramente en las comisuras, haciéndose horizontal, subrayando una expresión de orgullo; percibe que es útil y continúa para convencerle─: Yo conozco gente de allí. Tengo amigos. Son buenos, partidarios de la República. Además, si precisamos ─pluralizando optimistamente─ una casa o qué sé yo… algo de comida ─la palabra mágica, el más allá de las omnipresentes lentejas─, yo puedo conseguirla. No está lejos de Barcelona ─aguarda, ansiosa, el efecto de sus palabras.

Max Aub pospone unos segundos su respuesta. Le encanta la ansiedad de la joven y quiere prolongarla. (Capitulo 5. Página 70)

Y también:

André y Max en Collbató

Una hilera interminable de diminutos cuerpos jalonaba el camino que, desde el pueblecito de Collbató, ascendía zigzagueando hacia la cima de Montserrat pasando por las Cuevas del Salitre y, más arriba, la Cueva Santa. A Max le faltaba el encuadre, pero intuía la grandeza de la imagen.
El director, impecable camisa blanca sobre pantalones negros, agitando sin cesar su crencha, recalcó entusiasmado:
─ ¡¿Qué te apuestas a que no hubiéramos tenido este panorama en Valdelinares?! ¡Esta montaña es magnífica!
Su ayudante, Max Aub, partiendo de las sugerencias de Clarita ─esa chica de la Secretaría que vivía en una pensión propiedad de doña Desideria, hija de Collbató─, había indicado la ubicación para la última escena de aquella endiablada película”. (Capitulo 5. Página, 66)

Pero el uso y abuso de la dicha Doña no acaba aquí. Después de un bombardeo, Clara percibe que el edificio de su fonda ha quedado destruido. Sufre por la patrona. Y, aprovechando que el Llobregat pasa por Hospitalet, me las ingenié para que en la búsqueda del cadáver, coincidiera con el Dr. Templado, otro personaje, este importante, del Laberinto mágico. Es por ello, que Max Aub, personaje, puede afirmar: “conozco a un médico, le conocí en París”.

Como mínimo, cuatro casas se han derrumbado; la primera, en el Arco del Teatro. Por Escudillers también se percibe una humareda. Un perro husmea, habituado e indiferente, entre las piernas de una mujer sentada con la cabeza entre sus manos.
Clara echa a correr. Max la mira entristecido. La ve como símbolo de una juventud llena de esperanza, de voluntad, a la que el destino ─mejor dicho, los fascistas disfrazados de destino─ intentan cortar las alas. Prepotencia armada de fatalidad. Entre hierros retorcidos y pedazos de utensilios imposibles de identificar, el letrero «La Perla del Nuevo Mundo» colgando inerme. Ironía. La pensión nunca había sido una perla; el nuevo mundo entre cascotes. Max no se mueve. Clara ha cogido por los hombros a un vecino que maneja una pala. Pregunta. El otro no sabe, nadie sabe. Ella mira a derecha e izquierda, perdida, aturdida. A continuación, se adentra en el montón de ruinas. Su jefe repara en la imagen de un segundo piso al desnudo: alcoba sin cama. «¡Qué poco escenario para tanto drama!», piensa. En aquel momento, Clara le proporciona el regreso a la realidad; ella vuelve corriendo, gritando, saltando entre el pavimento cuarteado.
─No queda nada. Se han llevado a los heridos al hospital. No saben quiénes son los muertos. Allí está Teresa, tengo que preguntar.
─Te acompaño.
Teresa no está.
─No te preocupes. Conozco a un médico, coincidimos en París ─sale a buscarlo.
Clara, sentada en un banco del pasillo, no repara en el dolor que la circunda. Intenta concentrarse en su aprecio por doña Desideria, la dueña de la pensión, sospechando inconscientemente que, sea cual sea la situación en que va a quedar, le será más llevadera si entiende desde ese mismo instante que no tiene nada. Nada. (Capítulo 13. Página 146)

Por fin, en un último expolio, utilicé la asistencia al funeral de doña Desideria, para que el equipo de filmación, con Malraux y Aub al frente, volvieran a Collbató con el fin de filmar algunos semblantes de campesinos, tan del agrado del director francés.

─Mañana iremos a Collbató. Esa gente nos ayudó mucho cuando filmamos la escena treinta y nueve, y agradecerán que estemos en el sepelio…

Iban a enterrar a doña Desideria en Collbató. Al hablar del suceso, de cómo había afectado a Clara y de lo popular que resultaría el entierro, gran parte del equipo decidió, a sugerencia de André, desplazarse hasta allí. El francés, práctico, intuía la oportunidad de filmar a la gente del pueblo en actitudes tristes. Ello podría servir perfectamente para hacer inserciones en la última escena, cuya base era el plano maestro ya rodado en julio. Nadie pensaba ya en los cientos de soldados noveles que ayudaron por aquellos días y de los cuales, a buen seguro, muchos habrían muerto en el Ebro. 

─Tenemos que llegar pronto. La entierran a las doce y quiero que nuestra presencia estorbe lo menos posible. Venga, vamos.(Capítulo 14. Página, 150)

 Y más adelante, en el mismo capítulo, con la presencia de otro personaje real, el operador de cámara, Manuel Berenguer, que trabajó junto a André Thomas, bajo la dirección de Louis Page:

Berenguer, con la cabeza hundida detrás de la cámara, indicó a Max:

“…con el puño en alto”

─Jefe, levántese y salude con el puño en alto. Esto puede quedar bien.

Max obedeció la orden del ayudante de filmación sin dejar la vera de Agustín, a quien quería seguir inculcando el gusanillo del pensamiento. Sus innecesarias gafas de sol, su frente despejada, su pinta de intelectual, su corbata y su traje oscuro le proporcionaban cierto aire de superioridad sobre aquella gente. Instintivamente, al verle, todos levantaron el puño al unísono. Max sonrió mientras Berenguer filmaba. Él lo había iniciado gratuitamente, pero la respuesta fue espontánea, sincera. Aunque volvió a sentarse, los que se unían a la fila o los que salían de la casa siguieron saludando con el puño en alto durante un rato por mimetismo, sin saber si lo hacían por doña Desideria, por indicaciones de alguien o sencillamente porque la República lo necesitaba. En cualquier caso, era un gesto solidario que encajaba perfectamente con su semblante sombrío. El operador masculló detrás del objetivo:

─Perfecto. (Capítulo 14. Página, 158)

Espero que quien recuerde la película, halle una reminiscencia de los últimos cuadros. Como recompensa, ahí va una última referencia a ella, en su Secuencia II.

Vamos, vayamos a ver cómo se las compone el bueno de André con las nuevas actrices.
Entraron en la casa donde, apartados los viejos muebles en un rincón, la cámara de Thomas podía enfocar la mitad de la estancia. En aquellos momentos estaba midiendo la luz que entraba por la ventana. En un rincón, dos viejas repetían una y otra vez:
─Solo una hora después de la muerte empieza a verse el alma.
─Ya debe de hacer una hora.
Nogueira, en un rincón, con su malhumorada cara por una vez acorde con las circunstancias, escribía en la claqueta: «Sangre de izquierda. Secuencia II. Parcial. Toma 1». (Capítulo 14. Página 161)

 

 

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