EL HUEVO Y LA GALLINA

Me pregunto de dónde le viene al Presidente del Gobierno el optimismo y sus brotes verdes. O miente, no sería la primera vez, o refleja la satisfacción democracia2por la evolución de los negocios de sus sponsors: bancos, empresas de infraestructuras y energéticas. ¿Está contento porque se está ganando su futuro como consultor?

La población está atónita ante el derrumbe de un sistema, de una manera de hacer que no sólo no tiene futuro, si no que ni tan sólo sabe gestionar el presente. Y cada vez crece más el convencimiento de que es preciso un cambio amplio y radical. Un nuevo paradigma de convivencia, y por lo tanto un cambio de la estructura y las relaciones en el edificio democrático. El ejemplo de Italia es sólo el eslabón más reciente.

¿Pueden ser los mismos que han traicionado la fe que sus votantes depositaron en sus programas, los que cambien las reglas del juego?

¿Es preciso, pues, una reforma a fondo de lo existente?¿O, al contrario, nada de lo que tenemos sirve y necesitamos una base completamente nueva? Pensemos en la Constitución, por ejemplo: ¿Vamos capítulo a capítulo, negociando los puntos y las comas, los adjetivos y los adverbios?; o abrimos un proceso constitucional que, con sangre nueva, redacte una carta magna adecuada al tan difícil siglo XXI. En ambos casos, el pueblo debería manifestarse al respecto. ¡Ah! ¡Hemos pinchado en el hueso! ¡Ahí es dónde le duele!

En efecto, hasta ahora, la consulta al pueblo se ha hecho cada cuatro años, con una campaña propagandística digna del mejor detergente, y con incumplimientos reiterados y chapuceros de lo que el pueblo ha votado basándose en unos programas que nadie ha leído. ¿Es esto suficiente? ¿Es al menos el sistema electoral suficientemente ajustado como para reflejar la voluntad popular, independientemente de que después se la desvirtúe y se la falsee? Evidentemente no.

Y aquí viene la incógnita: ¿quién ha de reformar a quién? Los políticos que han surgido de unas elecciones poco representativas?, ¿los mismos que han traicionado la fe que sus votantes depositaron en sus programas?,  ¿pueden ser ellos los que cambien las reglas del juego?, ¿serán creíbles sus propuestas de renovación?

Pero claro, si no son ellos ¿quién y cómo? ¿Quién?: Una nueva generación de políticos acostumbrados a otra forma más participativa de trabajar, y sin la pesada carga de años de pactos subterráneos e incumplimientos electorales. El cómo: con más democracia interna en los partidos, más contacto con la ciudadanía y una nueva ley electoral que les facilite el paso. ¡Ah! Pero estamos en el mismo dilema. ¿Cómo cambiarán la ley quienes han dado largas durante décadas? Que la ley electoral es obsoleta lo dicen incluso los mismos que se aprovechan de ella. Pero cuando llega la hora de cambiarla, se crean comisiones, se debate en el Parlamento, se llenan la boca, pero no hacen nada. El objetivo no es mejor democracia, el objetivo es conservar el poder, o la percepción, si se está en la oposición, de que con el mismo juego de siempre, tarde o temprano se conseguirá.

Por lo tanto, sólo con el acceso a estos aparatos de la gente nueva mencionada se podrá, quizás, plasmar la voluntad real y no cínica de cambiar la ley electoral, y con ella el paradigma democrático, y así asegurar durante unas décadas que ésta será la que rija las relaciones sociales y políticas del país.

Ante estos dilemas, me he propuesto iniciar una serie de artículos sobre la necesaria reforma del sistema electoral, como base de una regeneración democrática, que serán complementados por encuestas y esquemas explicativos. Ya desde ahora se os invita a participar, dejando comentarios a este artículo y, en especial, participando en la encuesta.

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