NUEVA LEY ELECTORAL -1

(Publicado en Diario Crítico-Cataluña)

Ha empezado de nuevo el Guadiana particular de nuestro país: la mal llamada “reforma del sistema electoral”. Cataluña es la única autonomía que no tiene una ley propia, aunque es preciso decir que las de otras comunidades son meras copias del sistema de listas cerradas y otros requisitos reflejados en las leyes electorales del Estado. Si bien en un principio se podría explicar, e incluso  justificar por el miedo cerval que tenían los políticos durante la Transición, ya no debiera estar vigente, siete lustros después, el mismo sistema, el mismo miedo reflejado en párrafos tan curiosos como el que aparece el el artículo 23 de la Ley Electoral de Andalucía (1986, actualizada el 2005): “La presentación de candidaturas, en las que se alternarán hombres y mujeres…”, y que me hace pensar en aquel viejo chiste de los guisantes salteados (tu comes, tu no comes, tu comes…). Bien, dejémonos de bromas porqué la situación es muy triste. Ésta es la razón por la que pretendo hacer algunos artículos sobre el tema, el primero de los cuales es esta introducción.

El lunes día 2 (de junio del 2011), asistí a un acto de Acció per la Democràcia, organización que promueve un cambio de la ley electoral. Conferencias interesantes pero que, aparte de la envidia de conocer como se mueven, debaten y votan adaptaciones de la ley electoral en otros países, dejaron un regusto amargo al pensar que no se trata sólo del tema de las listas abiertas o cerradas, de la doble votación o el ámbito territorial de representación, no: pensar que es el propio sistema el que está decrépito. El sistema de partidos parlamentarios, que con una indolencia digna del mejor tribunal constitucional, van posponiendo durante décadas la actualización de nuestro sistema de representación por votación. Y cuando lo hacen, es un decir, las tímidas propuestas parecen iluminadas por aquella famosa frase del Gatopardo: “Es preciso cambiarlo todo, para que nada cambie”.

Con tímidos gestos, los partidos mayoritarios parecen despertarse al tomar conciencia de la creciente desafección que conduce a niveles récord de abstención. Sin llegar a niveles dignos de una novela de Saramago, una abstención muy alta podría distorsionar el práctico bipartidismo que tanto confort proporciona a los que lo disfrutan. Una frase muy corriente es: “Qué más da a quien votes, todos son iguales…”. Y no es verdad, en absoluto, y menos en el tono despectivo con que se acostumbra a decir. Mi apreciación es que la gente no está, en general, harta de los políticos en sí, vistos uno a uno, sino de su actitud servil como eje transmisor de las órdenes que dictan unos “aparatos”, casi siempre orientadas no al bien común sino a la lucha entre partidos. Si dejamos aparte los casos, preocupantes pero no generalizados, de tránsfugas, imputados y otras excrecencias, la gran mayoría de nuestros representantes son gente formada, con buena voluntad y ganas de trabajar. El votante, antes, lo asumía por el mero hecho de aparecer en unas listas. Ahora, el efecto es el contrario, para menoscabo de la propia democracia.

El tema es complejo. Si se tiene una idea, se precisa del poder para llevarla a cabo. Pero a veces se ha de renunciar a la propia idea para conseguir éste, y eso tanto a nivel personal como colectivo. Un equilibrio inestable que se establece entre “principios” y “eficacia”. Y son precisamente los “aparatos” los que marcan esta segunda como paso imprescindible para conseguir los primeros, que con ello se van perdiendo por el camino. Seria una forma como cualquier otra de organizarse, sino fuera porqué la dura tarea de conseguir la eficacia, y con ella el poder, se come cualquier capacidad de análisis, de autocrítica o de discrepancia interna. A cada paso -léase pelea entre contrincantes-, se pierde un zapato, o sea, un principio. Es triste ver como un diputado, que se supone persona con ideas propias y con la cabeza bien estructurada, se limita a fijarse en los dedos del cabecilla para recibir la instrucción de qué botón apretar. Es en esta actitud de sumisión a los intereses del partido y no a las propias convicciones sobre cómo se ha de orientar el país, donde la frase “todos son iguales” adquiere su sentido.

Parece ser que los dos principales partidos catalanes, o sea una sucursal dependiente de un doble aparato, y un bipartido de aparatos no siempre coincidentes ni en los fines ni en las estrategias, han empezado a reunirse para hablar (y van…) sobre una nueva ley electoral. Supongo que previamente habrán estudiado concienzudamente qué beneficio (un parlamentario más, quizá sólo medio), si apuestan por el paso de provincia a veguería; cómo penalizarán a los partidos más pequeños si optan por reducir el número de diputados, o qué efecto tendría el promocionar un partido “submarino” sobre el reparto de escaños, y otras alcaldadas por el estilo. No pueden, de ninguna forma, ir más allá; no pueden, ni podemos nosotros, exigir a los aparatos que se hagan el hara-kiri. Por lo tanto, parece claro que una propuesta de avanzar hacia una democracia más cercana al ciudadano no puede salir de ellos, o al menos no sólo de ellos. Aquí reside la importancia de iniciativas como la de AD antes mencionada. Así pues, en los próximos días, publicaré algunas reflexiones mías sobre el tema. No soy especialista, no soy licenciado en ciencias políticas, pero soy un votante, uno de los actores en este drama, y ello me da derecho a opinar.

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