KIKIRIKIII (cuento)

Del libro PETIT MÓN (Ed. Cossetània. Valls. 2002)

¿Las doce?… ¡Dios mío, las doce!¡Cómo podía ser!¡Nunca le había pasado una cosa así! En sus casi tres años de vida, siempre había sido puntual como un reloj. ¡Las doce! No lo entendía. ¿Estaría enfermo?¿Coccidiosis quizá? No se notaba el cuello especialmente torcido, ninguna inclinación sospechosa de enfermedad. No. Y tampoco tenía fiebre. No podía ser un virus. Se sentía fuerte y con las plumas relucientes y la cresta airosa. Las compañeras del corral lo podían corroborar. Los párpados arriba y abajo, nervioso, el gusanito del “qué dirán” penetrando profundo, las plumas agitadas, la cresta enhiesta. Angustia salpimentada de vergüenza.

Simplemente, se había dormido. Su cuerpo macizo, perfectamente programado para dar la señal de inicio de la jornada laboral había fallado. A tenor del alcance de la sombra del castaño del patio, pensó con gran azoro, debería ser cerca del mediodía. Y dado que en aquella época del año todo su ser estaba programado para cantar a las seis, en aquel momento mágico en que el primer rayo de sol aparece entre las dos ramas del pino de la derecha, ello quería decir que retardaba seis horas. He de mantener la sangre fría, se repetía inseguro, al menos para salvar el expediente. Con todo, no dejaba de ser el gallo de aquel gallinero y noblesse oblige.

Había sido una noche horrible. Ahora lo recordaba. De entrada, el zorro. Aquella cola, periscopio entre el follaje. Arriba, abajo, arriba, abajo, guardián del cercado de la muerte. Se fue cuando la luna empezaba a presidir la oscuridad, quizá más decepcionado que asustado por el ruido que salía de la casa. Los humanos: origen de sus angustias; de su miedo; de su desencanto hacia el mundo animal. Habían llegado unos parientes cuando el cielo enrojecía, y prolongaron el follón hasta más allá del momento en que la blanca señora rebasaba ya el collado. Por fin, cuando se habían ya ido los forasteros y él empezaba a dormirse: ¡la señora! Su instinto había memorizado que cada martes salía y hacía desaparecer una de sus compañeras. Lo atribuía a un ritual, que para él tenía el aire de satánico. Su cerebro, o su cresta, o dónde sea que reside el pensamiento de los gallos, no podía comprender la concatenación de hechos, el silogismo culinario que unía su parcial viudedad con la olla podrida de los miércoles.

Paseaba meditabundo corral arriba, corral abajo. Quizá el aire reflexivo, de intelectual en pleno proceso introspectivo, compensaría el ridículo que, a buen seguro, estaba haciendo ante sus hembras. Estaba consternado. ¡Seis horas! ¿Qué debía hacer? No se atrevía ni a subir a ninguno de los travesaños que habitualmente le servían de tribuna, de minarete para su canto matutino. ¿Tenía que cantar a pelota pasada? No se animaba a hacerlo a pesar de que su programación interna le empujaba a ello. Un retraso es una cosa; romper con la madre Naturaleza, otra. Además: ¡Dónde se había visto un gallo tan dubitativo! ¡Qué angustia! ¡Qué vergüenza! Cada cloqueo de alguna de sus compañeras lo hería como un dardo dirigido directamente a su dignidad.

*****

Le despertó una sensación de ahogo. El brazo de María descansaba abandonado sobre su cuello. Cogió aire. Su hembra olía bien. No aquellos efluvios de las mujeres de ciudad. No. Ella era trigo, ella era leche, ella era las rosas del jardín. Ella era también el cocido que la noche anterior estuvo preparando y que inundaba los rincones de la casa y la piel de su compañera. Con la mañana, una energía nueva, llena de promesas y esperanzas, se levantaba.

¡La mañana! Cuando se giró hacia ella, lo hirió una espada de luz sobre el cubrecama. La mano, que empezaba a serpentear hacia el seno medio descubierto, se paralizó. ¿Qué hora debe ser? No había oído al gallo. ¿Lo habría devorado,  el zorro? La María, definitivamente, olía muy bien. El pezón emergía entre el lino. Cerró los ojos. Olvidó al gallo. Por delante de él desfilaban los años de noviazgo, el beso furtivo, el agridulce sexo de urgencia. El trigo, el cocido, el pezón.

Él no había olvidado nunca la rutina de la granja. Su padre se la había inculcado de pequeño.  “Si seguimos el ritmo de la Naturaleza, nos convertiremos en sus amigos y ella nos corresponderá con sus frutos –le decía -. Quién no lo quiera así, que se vaya a la ciudad. A romper el ritmo, el espinazo y los nervios”. Su padre… ¿qué diría ahora?

Se apoyó y apartó el cubrecama… la sábana… el encaje de la camisa de dormir… Su pulgar jugó con el pezón de María, que respondió con tensión. Ella, sin abrir los ojos, avanzó su muslo macizo hacia él. Las sábanas en las rodillas; el sol sobre la cama, más conyugal que nunca, dorando el instante.

***

¡Qué sensación tan agradable! Las ubres colgando libres y llenas durante toda la mañana. Ella no se había acostumbrado nunca a aquella máquina infernal que la apuraba mecánicamente dos veces al día. Como echaba en falta el morrito húmedo de sus terneros, ensayando torpemente una alimentación que pronto les sería negada, su inexperiencia, su insistencia… Qué diferencia con aquel tubo sádicamente regular. Tenía hambre. Con la frente empujo el comedero y lamió el poco pienso que cayó, reseco desde el día anterior.

Aquel silencio. En su paz, empezó a tener miedo. ¿Los habría abandonado el humano? El establo parecía tan vació a la luz del sol que entraba prepotente, poniendo en evidencia las telarañas… Si se quedaba sola, moriría de mastitis, de cetosis, no la salvarían ya aquellas jeringas dolorosas que tanto odiaba.

***

Sus compañeras dejarían de respetarlo si no cantaba. El gusano era ya una serpiente de vergüenza que lo ahogaba. Aunque sólo fuera por prestigio, debía cantar. Ellas, no obstante, no se inmutaban, ajenas a los quebraderos de cabeza de su macho. “qué dulce es la ausencia de responsabilidades”, pensó. Ellas no sabrían nunca lo que significa ser gallo en un gallinero. Cuando la señora había bajado a buscar los huevos del día, no había encontrado ninguno. Sin embargo, y ante su sorpresa, se había limitado a abrir la ventana, mirándose al gallo con un deje entre irónico y festivo. Era evidente que estaba eufórica. Hasta llegó a acariciarle la cresta. Él, venciendo el miedo instintivo, la dejó. Después de aquello, era evidente que no tenía sentido cantar. Y no lo hizo en todo el día. La falta de responsabilidad, cuando es aceptada por los que están más arriba, no es pecado; incluso puede llegar a ser simpática, a tenor de lo sucedido aquella mañana.

***

Volvió a la habitación:

El.- El gallo no ha cantado.

Ella.- Las gallinas no han puesto huevos. Les he abierto las ventanas. Te quiero.

Besó a su marido, que aún estaba en la cama.

Ella.- ¿Nos habrá oído Celia?

El día fue vagabundeando entre pequeños hallazgos, cambios imperceptibles que le dieron un color especial. Como la María no había podido bajar al pueblo para vender los huevos, tuvo más tiempo para terminar el cocido, que resultó sólido, memorable, demandante de generosas dosis de aquel vino de cuerpo entero que les arrulló durante la siesta, no menos excepcional. Reencuentro, descubierta, concierto armónico…

A media tarde, ella volvió al corral, y ahora sí pudo recoger unos huevos más grandes y sólidos que nunca, aún tibios. El desorden horario parecía sentar bien a las gallinas; e incluso al gallo, que ya no huía cuando ella intentaba acariciarle la cresta, visiblemente enhiesta.

También llevó el ternero a la madre. A pesar de los días que llevaban separados, aquél aún recordaba el gusto de la leche dulce, densa, aterciopelada, tan diferente de la sintética del cubo. Su madre le dejó a su aire. Oyó el comentario que la humana le hizo en la oreja, que no entendió pero apreció. Los animales no hablan; los rumiantes sólo mugen. Arrastran su condena con estoicismo; si hablaran la compartirían y ello los llevaría al desespero. Sus vecinas, las gallinas, sí comparten un lenguaje, adornando con cascabeles el susurro sordo de los campos de trigo, divertidas, banales, efímeras.

El.- No importa que por un día Celia no acuda a la escuela. Pensarán que está constipada. Que juegue. Mira lo feliz que es persiguiendo al ternero. Si tuviera un hermanito…

Ella.- Quién sabe…

El atardecer les trajo nubes precursoras de un viento frío, violento, que obligó a cerrar las ventanas y abrir las luces más pronto de lo habitual. Cenaron unas tortillas de consistencia y sabor por encima de lo normal. El hombre y la mujer se miraban en silencio. Vaho de viejos recuerdos, de retorno a los orígenes, sonrisa cómplice al ver la hijita durmiéndose antes de terminar la fruta. Las manos, curtidas en mil trabajos, parecían de terciopelo cuando se entrelazaban o simplemente se tocaban con la excusa de coger un tenedor o de pasarse aquella ensalada de mil colores. No se inmiscuirían. No cerrarían las gallinas ni tampoco el ternero. Se levantarían de la cama cuando… cantara el gallo. Después… el destino decidiría.

***

La vaca lamió la testuz de su hijo. Por la puerta abierta, un viento agradable les traía aromas de prado húmedo más allá de la oscuridad. ¿Será este olor indicio de la verdadera vida de nuestros semejantes? pensó platónicamente. ¿Podrían ellos gozar-la algún día, lejos de las máquinas de ordeño y del pienso con sabor a madera rancia?

***

Una de las gallinas, perfilándose en la ventana, luchando por mantener el equilibrio alterado por el viento, puso un huevo que se estrelló sordamente en el suelo. “Esto es –pensó el gallo -, el resultado de la pereza, de la anarquía, del desorden y de la falta de principios”. Se lo estaba pasando mal. Dudaba. Agradecía las caricias en la cresta, el trigo sin límites, la ausencia del castigo inmediato a su falta, pero ahora, en aquella negra noche de viento inhóspito, todo aquello le parecía ya lejano, irreal, mientras que el corral sin limpiar, el huevo estrellado, las ventanas abiertas, le llevaban a predecir un futuro lleno de problemas. Si hubiera cantado a su hora, todo sería normal, estable, seguro. ¿Por qué tenía que arrastrar la pesada carga de la responsabilidad?¿Era aquél el destino de los líderes?, ¿asumir la soledad siempre en tensión de los cabecillas?

Al día siguiente, la angustia fue aún peor. El gallo se despertó, aquel día sí, a la hora programada. Las dos ramas del pino a la derecha del portal, lucían un punto dorado en su vértice, los arbustos de la colina lucían su aura matinal. Era el momento de cantar, pero… si cantaba quedaría en evidencia su pecado del día anterior. Y si no lo hacía aumentaría la falta. Por otro lado, aún se relamía el pico con el sabor azucarado del maíz sin vitaminas ni antibióticos  que el humano le había dado mientras cantaba. ¿Se habrían cambiado los papeles?¿Es que quizá lo que tendría que anunciar sería el inicio del anochecer, el fin de un día cargado de buen pienso y caricias en la cresta? Total, que no cantó.

Ni lo hizo las mañanas siguientes.

Y no pasó nada.

Cuando aparecía la luna, al ver aquel desorden, aún añadía un toque de fantasía, de cuento de hadas de colores marfileños. El gallo pensó que cada día adelgazaba más, posiblemente debido a la decepción que le producía aquel desbarajuste. Pero aún así, no cantó. Y el humano no le castigó. No pasó a convertirse en cocido, como sus compañeras que, ellas sí, una a una, iban subiendo a su calvario particular cada martes por la noche.

Doscientas ochenta y dos madrugadas más tarde, Celia tuvo un hermanito.

Pero durante aquel periodo habían sucedido muchas otras cosas.

Por ejemplo, que el ternero se fue convirtiendo en un toro fuerte, pausado, cuerdo y trabajador.

Por ejemplo, que las compañeras del gallo, vagabundeando todo el día a la búsqueda de gusanos improbables, dieron huevos grandes, fuertes, de yema densa y aroma a maíz, y con la clara voluptuosamente cogida a ella.

Por ejemplo, que el humano y su esposa se quedaban en la cama hasta que el sol, con su espada de polvo dorado, señalaba la cama dónde él escuchaba, el oído en el vientre de la mujer, el blup-blup de su futuro hijo, para luego levantarse y despertar a Celia, mediante suaves soplos en los párpados.

Y después, sólo después del ritual, y no como se solía hacer antes del pecado del gallo: mucho heno para los rumiantes; maíz, mucho maíz para las aves juguetonas y especialmente para el pecador –el líder dimisionario -, a quien siempre miraban entre inquisidoras y cómplices, mientras él, distante –el aire aristocrático es difícil de abandonar -, contemplaba paternalmente el desorden.

Todos tenían su propia versión de lo que había significado aquel descuido. Pero difícilmente lo podían compartir. Sólo les quedaba la caricia y el canto, intencionado y a cualquier hora.

Y también sucedió que un día, poco después del pecado original, aún de buena mañana, cuando todos, incluso el gallo, dormían, sonó un canto diferente. Una campanilla quebrada, agria, impertinente que precedió a la voz metálica y agresiva del encargado de la central lechera. Que si el programa de recogidas; que si el coste por quilómetro;  que si el contrato… Colgó.

Al día siguiente, volvió a despertarles.

Al tercer día, el hombre arrancó el cordón.

Y fue poco después cuando nació el hermanito de Celia.

El gallo murió de viejo, años después, sin pasar a formar parte de ningún cocido. Sin recordar, en los últimos tiempos, a qué hora cantan los gallos. En paz.


Deixa un comentari

L'adreça electrònica no es publicarà.

Aquest lloc utilitza Akismet per reduir els comentaris brossa. Apreneu com es processen les dades dels comentaris.