DECIDIR – AUSTERIDAD1

(Poder, o no poder decidir, ésta es la cuestión ).

Parece claro que esta crisis que nos han clavado, tan larga y consistente, traerá con más o menos dolor y sacrificio (más bien más que menos), un cambio de estructuras sociales, y estas tendrán que estar basadas, ineludiblemente, en la austeridad.

La crisis de 1929 significó la eclosión del fascismo que se gestaba en el regazo de un capitalismo chapucero y prepotente, y ello llevó a centrar el debate en la consolidación democrática (es un decir) lo que arrinconó la centralidad que había tenido la lucha de clases. Las clases se fueron difuminando. En el primer tercio del S.XX, había una frontera clara y nítida entre el dueño y el obrero. Tenían su propia idiosincrasia, sus fiestas, sus rituales, que en sí no eran ni buenos ni malos, sino propios de, por un lado, quién tenía el dinero, y de quién no lo tenía por otro. Algunos, pocos, pasaban la línea, por matrimonio o por gran esfuerzo, pero era anecdótico. Del lado de los que sólo tenían el capital de sus manos, por necesidad, por supervivencia, fueron surgiendo las entidades de ayuda mutua, los sindicatos, las cooperativas, germen del actual estado del bienestar.

El debate sobre mecanismos de representación democrática, cuando adquiere protagonismo en los años 40, mezcla en apariencia los dos grupos sociales. El empuje del consumo, considerado necesario para salir del bache, propuesto a los que venían de padecer las miserias de la guerra y estimulado por técnicas promocionales cada vez más sofisticadas y perversas, acabó por cubrir con una pátina de ansiedad y competitividad a todos por un igual.

Pero si nos fijamos, los dos grupos sociales continúan más o menos igual. Para variar podríamos decir que se dividen entre los que deciden, o los que hacen decidir por un lado, y los que se ven afectados ineludiblemente por las decisiones de los primeros, sin recursos para oponerse. La clase decisora (ricos o no, ya que hay que sumar también a sus esbirros), continúa como siempre: cerrada, intercambiando privilegios y mirando por encima del hombro a los demás, con una sonrisa despectiva. Dominan no sólo la economía, sino también los resortes más sofisticados de influencia; los medios de comunicación que extienden su demagogia y hacen deseable, envidiable, su modo de vida; o también a los grandes partidos políticos (que en España han perpetuado el bipartidismo caciquil, como en la época de Cánovas y Sagasta) que consolidan la rutina que llaman democracia, cada vez menos participativa.

Estos resortes son tan potentes que conseguido desvirtuar, desmembrar la otra capa del pastel social. No sólo eso, sino que ahora incluso están fagocitando los mecanismos de ayuda mutua, base del estado del bienestar, en beneficio de empresas privadas. Han camuflado fronteras, han abierto una ventana por dónde los de fuera quedan deslumbrados por la rutilante luz de sus fiestas. Has puesto la zanahoria delante del morro, pero el asno, aunque consiguiera darle un mordisco, no se convertirá nunca en alguien de la misma raza que el que sostiene el vegetal. No hay magia, sólo engaño. Cuando más miran, más se asoman a su interior, más esclavos son, más incluso, que los que, ahora hace cien años, eran dueños de su pobreza. Ahora, está hipotecada.

Sólo la austeridad puede darnos, al menos, el derecho a gestionar nuestra modestia. ¿Pero que quiere decir “austeridad”? Vivir con lo que uno tiene; no caer en la trampa de los préstamos, que han demostrado ser más esclavizantes que cualquier táctica policial. Y esto vale tanto para los individuos como para los grupos sociales, naciones incluidas. Lo vemos en los actuales presupuestos (es un decir): obras que no se terminan, a pesar de haber gastado un montón de dinero, o sea, malgastado. Si se quiere emprender un proyecto (una carretera, unas vacaciones o unos zapatos), se ha de contar con el dinero necesario para ello. Así, los podremos disfrutar libremente. De otra forma, se queda dependiendo de quién ha dejado el dinero, que será el que decidirá si nos calzamos o no. La situación de hoy, por ejemplo, es que vamos descalzos, pero debemos a un amo desconocido los zapatos que no tenemos.

Otra ventaja de la libertad que comporta la austeridad (insisto, no es cuestión de poco o mucho dinero, sino del que se posee), es la capacidad, entonces, de ignorar quién, con astucia, llama a nuestra puerta para embaucarnos. Que hagan su vida, que se engañen, extorsionen, que se roben entre ellos. Nosotros, con unos simples zapatos, bien nuestros, podremos llegar muy lejos, hasta perderlos de vista.

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